Saturday, June 16, 2012

Hierro






El baño estaba cubierto de un olor extraño. Olía a hierro. Las lágrimas negras habían recorrido sus mejillas y habían muerto en el agua de la poceta la cual había dejado su transparencia para convertirse en una capa fucsia y morada.Pujaba sin querer hacerlo. No podía evitarlo. Después de todo, esas pastillas de la noche anterior eran precisamente para expulsar ese dolor. Los coágulos fueron pequeños al principio pero después de unos minutos, varios quejidos y numerosas contracciones, aumentaron su tamaño. Cuando escuchó el estallido caer en el agua, supo que ya todo había terminado. No quiso mirar. Se limpió como pudo con una toalla. El papel toillet no era suficiente para la hemorragia. Le dio al botón y las aguas pastosas comenzaron a girar cada vez más rápido.El torbellino lo limpió todo. La succión tragó el delito y fue después de esa tormenta que se atrevió a dirigir la mirada al lugar en el que había pecado. uspiró manteniendo sus manos en el vientre. Fue el único gesto humano que hizo. Dos meses de dudas y angustias habían desaparecido. Al presionar ese botón se había librado de esa carga.


Esa tarde durmió. No estaba triste ni deprimida. Simplemente durmió. El teléfono sonó a las 7 pm y la invitación a salir la paró de su cama. Había dejado una figura roja en las sábanas. La miró con indiferencia al igual que el río rosado formado en la ducha.


Son secuelas, pensó.


Una vez en el bar, empinó varios shots de algo llamado "perdición" que la hicieron delirar mientras bailaba con los ojos cerrados. Sólo cuando sintió un pegoste en sus tacones los abrió. Estaba bailando sobre una especie de baba marrón.


Es barro, pensó.


Las miradas de las personas del lugar hacia sus piernas no la hicieron titubear. Levantó sus brazos y dejó ir su cuerpo al compás de la música. Volaba estando de pie. Un hombre la acercó a sus caderas y comenzaron a fundirse. Eso le gustó. Se sintió caliente y al borde del éxtasis. Eso le gustó aun más. Cuando sus lenguas se encontraron, un corrientazo la hizo temblar y un líquido hirviendo rodó por sus muslos.


Me emocioné más de la cuenta, pensó.


Pasó las manos del hombre por sus piernas y al lamer sus dedos se dio cuenta de todo. Había probado su propia sangre y sus muslos estaban bañados en ella. Intentó dirigirse al baño pero en el camino perdió el conocimiento y cayó al suelo.


Cuando volvió a abrir los ojos, estaba en un hospital conectada a unos aparatos que no dejaban de pitar. La enfermera -que no dejaba de sonreírle- llamó al doctor y éste, muy alegre, la felicitó por haber sido tan fuerte. Le dijo que por poco perdía al bebé pero que ya todo estaba controlado y en orden.


Genial, pensó. Lo que me faltaba. Eran morochos.


Y esta vez sí se deprimió.