Sunday, April 29, 2012



MACHO CON TETAS

Toda la vida me han dicho MACHA. Debo confesar que al principio no lo entendía, luego no lo compartía, hasta que llegó al punto de molestarme de una manera increíble el hecho de ser comparada-igualada a un hombre, pero hoy en día me parece una gran reputación. Después de todo, ser un macho con tetas no es tan malo que digamos.

Por supuesto, tuve que hacer un gran viaje para llegar a donde estoy ahora pero ha valido la pena. Recuerdo que cuando éramos pequeños yo era el monstruo para los amiguitos de mi hermano menor. Me encantaba serlo además. En la mayoría de los casos fue por su propia culpa ya que no sabía defenderse y llamaba a su “perro guardián” para que atacara y devorara a todo aquel que se le acercara, pero en otros momentos yo salía a defenderlo sin ninguna excusa y destrozaba a quien se le ocurriera retarme. Vaya niña ¿no? Luego, para mi desgracia, la gimnasia olímpica me hizo inmune a las emociones. Los golpes que recibía al caer en las colchonetas después de tres piruetas en el aire fueron mi escuela para aprender a combatir las lágrimas. Nunca lloré. Si lo hacía me regañaban cabe destacar, pero nunca lo hice. Me tragaba el llanto y así fui creando una coraza fuerte e imbatible.

El hecho de ser tan distinta a las demás estúpidas que se secaban el pelo y pintaban las uñas, hizo que siempre estuviese rodeada de hombres. ¡Qué no aprendí de ellos! Fui su princesita, pero su princesa negra. Cero rosado, cero drama y cero peo. Era otra cosa. Jugaba fútbol con ellos, tomaba licores hardcore y por supuesto, era su fucking pañuelito de lágrimas cuando se les ocurría “enamorarse” de las catiritas del colegio.

Con ellos siempre fui una opción más no una prioridad. Era la amiga de pinga. La que daba los mejores consejos pero la que ni de vaina tocaban. ¿Saben qué? Fue mejor así. Tuve un curso intensivo súper exclusivo que nadie más recibe de los hombres y me volví una PRO en el arte de seducir, controlar y destrozar al género masculino. Una vez experta en el asunto, comencé a jugar. Dígame cuando me crecieron los senos… ¡Arrasé con todos y empecé a ganar!

Fui una culebra seductora y destructora. Obtuve lágrimas, los ilusioné, descubrí secretos, aprendí trucos… Pobrecitos… ellos ni siquiera lo esperaban.

¿Qué quieren los hombres? Me parecía una pregunta tonta y sabía la respuesta de memoria.

Princesas: No sean estúpidas. Es mi mejor consejo. Es chévere estar a la moda, utilizar agujas en los pies, maquillarse hasta cubrir los más horrorosos defectos y coquetearle a quienes le den la gana, pero no sean idiotas. Utilicen su belleza natural, sépanla manejar. No sólo con eso satisfacen a los machos. Es bonito por un tiempo pero ¿y el después? Coño, lean, siéntense en el piso, limpien sus casas… ¡Ensúciense! A los hombres les encanta una mujer hermosa pero también guerrera.

Gallas: Es divino pasarse la vida leyendo, introduciéndose en mundos posibles y creando universos que les pertenecen, pero eso no es completamente atractivo. No es agradable ir a una reunión entre amigos y que pasen la noche hablando del por qué estamos aquí, de la cueva de Platón o de que las estrellas son bla bla bla. No. Si de verdad pasan el día pensando, sean inteligentes y dedíquense a encontrar temas que involucren al otro. Les recomiendo que vean un buen partido de fútbol, que se tomen 8 birras para que se vayan acostumbrando, que comiencen a depilarse y que de verdad investiguen acerca del arte de seducir. Un macho ama a las mujeres inteligentes pero no le gusta que lo corrijan, que sean sabias en todo momento y que no cierren el pico. Calladitas se ven más bonitas.

Sádicas: Amigas queridas que necesitan dar y recibir placer las 24 horas del día… ¡Déjense de guevonadas! Literalmente. A los chicos les fascina el goce pero les vuelve loco la intimidad, la complicidad y el deseo no cumplido. No se den nunca al 100% por favor. Poco a poco es más divertido. Lo que se hace esperar es más interesante, más sabroso y crea más apetito. Su dignidad como mujer es mucho más valiosa si dejas esperando y si dejas con ganas de más. Confíen en mí.

Rudas: Por supuesto que una mujer que haga deportes, reciba golpes y sea muy experimentada es atractiva, pero un hombre no quiere como pareja a otro hombre. Bueno, no en el caso en el que me estoy refiriendo. Sean coquetas, sumisas y por debajo de la mesa. Sorpréndalos con sus habilidades de chicas toscas, que no tienen nada de malo, pero también tengan su lado romanticón. Caerán como mangos, téngalo por seguro. Una chica ruda con un toque de glamour y seducción es tremendo partido para cualquiera.

En fin, los machos buscan el paquete completo. Un fastidio lo sé. Mi mejor recomendación es intentar “acomodar” ciertas cosas de ti para que tengas más éxito. Y si no quieres, vacila… Seguramente con tu HERMOSA personalidad conseguirás a un papacito que te haga feliz. A las que se atrevan a darle un twist a su vida amorosa les deseo la mejor de las suertes. Sean machas y pronuncien su escote. A mí me funciona.

Sunday, April 22, 2012



Aceite

El despertador sonaba a lo lejos. Era atorrante. Era realmente insoportable y sofocante. Una mano gorda y torpe empezó a tantear el terreno. Primero la pared, luego una hamburguesa mordida en la mesa de noche, y fue golpeando todo, desde un pote de pastillas, una lámpara, helado, hasta llegar al aparato que chillaba sin cesar. Lo apretó, meneó y sacudió, pero seguía con su ruido incesante. La mano logró empujarlo y el viejo reloj cayó en un cesto de basura llena de un líquido con grumos y tropiezos color marrón con rojo. Esta especie de fluido espeso y movedizo pareció tragarse el reloj sin ningún esfuerzo, disipando el sonido hasta matarlo. La manó regresó y desapareció entre la cobija de una cama donde un cuerpo soñoliento ocupaba la mitad de su tamaño king size. Sonó el teléfono y una almohada sobre la cabeza pareció la manera perfecta de olvidarse del mundo, del sonido, de la gente, del trabajo y de sí misma. La llamada terminó pero en seguida el ring ring la exasperó. Por partes, como si fuese un largo y tedioso proceso, el cuerpo se puso de lado, el brazo empujó el colchón, las piernas salieron hacia lo que para ella era un infinito viaje hasta el piso, y atendió. Ya era la quinta vez que sonaba. Silencio. Habían trancado. Se puso el auricular sobre la oreja y el frío le gustó. Lo pasó por su mejilla, su boca, su cuello, sus senos y al llegar a su barriga frenó el movimiento y en un arrebato repentino tiró el teléfono al suelo haciendo que se rompiese en mil pedazos. Se paró con una lentitud sufrida casi insoportable de ver y se dirigió a su lugar de refugio y trampa. Ese espacio que la amenazaba y llevaba al límite del precipicio pero que, a la misma vez, la tranquilizaba y reconfortaba de alguna manera que no conocía. No soportaba ese sitio pero era su lugar seguro. Se paró ante él primero con los ojos cerrados. Esta era su rutina y sin embargo cada día debía prepararse para el rito. Abrió los ojos despacio. Era como si cualquier movimiento de cuerpo le doliera. Como si hubiese estado inmovilizada por años y el despertar brusco y súbito hiciera que sus huesos crujieran. La imagen que apareció en el espejo fue inquietante y lo mostró con una mueca de disgusto. Se quitó el gran camisón blanco talla XXXXXXL y quedó completamente desnuda. Cambió de posición varias veces. De frente, con sus senos monstruosos que colgaban deprimidos de su pecho, hizo el mismo gesto. Su expresión no cambió cuando se puso de lado y cuando le dio la espalda a su reflejo. Cuando volvió a su posición original, se vio con humillación y maltrato su celulitis, estrías, várices y pedazos de piel que se cubrían entre sí, y empezó a pellizcarse los rollos. Agarraba duro zonas de su piel y la extendía hasta sus límites desde donde la soltaba haciendo que el resto de la barriga temblara. Hizo esto hasta que la zona se tornó morada con fucsia y luego subió la mirada para rechazarse nuevamente.
Su asombro llegó cuando los pedazos de estómago empezaron a caer sobre la alfombra, a deslizarse por el suelo, subir la pared y lanzarse por la ventana. Las capas de grasa comenzaron a desprenderse de su cuerpo y hacer pequeños grupos, cómplices entre ellos, de enfrentamiento contra la mujer de quien hasta unos segundos eran parte, que los había creado, implicados en una huida de su guarida. Ella, perpleja, veía cómo su barriga después de ser desprovista de carne, empezó a ser líquido, líquido que corría por sus piernas y creaba pozos inmensos a su alrededor. El olor empezó a ser más fuerte. Olía a aceite. Su grasa era aceite. Estaba desprendiendo aceite. Olió después a algo frito. Algo que se mezclaba con el aceite y dirigió la mirada a la ventana, donde algo parecía volar, o más bien, caer. Se acercó a la ventana y se dio cuenta que desde su apartamento salía humo. Su PH estallaba en llamas y sus vecinos, desesperados y sin hallar otra solución, salían del espejo y se lanzaban al vacío. Observó sus cuerpos perfectos desplomándose y convirtiéndose en pedazos de carne. Se transformaron en grasa, en su grasa, en grasa de la barriga de aquella mujer. Cerró la ventana y volvió al espejo. Esta vez levantó la mirada más rápido. Esta vez se pasó la mano por sus costillas hambrientas, por sus piernas desnutridas, por su cara cadavérica donde su piel tocaba sus huesos, sus chupadas nalgas, y se sentó en el piso, derrotada. Esta vez vio su mano y escondió todos sus dedos menos el índice, el cual metió en su boca y empujó hasta la garganta, provocando pequeñas convulsiones que finalmente hicieron que estallara un chorro de líquido espeso, con grumos y tropiezos, color marrón y rojo.


  RAMOS SUCRE Y EL CANGREJO

Cuando José Antonio Ramos Sucre descubrió el caracol en el medio de su alfombra recordó el día en el que su tío, el gran mariscal Antonio José, le habló del mar. “Es peligroso como una mujer, no confíes jamás en él”. El niño quien admiraba esa masa que cubría con su inmensidad el mundo entero, cambió de opinión. Empezó a ver esa grandeza como algo resbaladizo. En sus olas veía los caprichos de una hembra, en los remolinos veía la seducción que terminaba en destrucción y en la serenidad veía las tormentas escondidas. Terminó por alejarse completamente de él, de él y de las mujeres. Los evadió tanto en su poesía como en su vida. Hasta que el mar lo alcanzó de manera particular.
Una noche en la que Ramos Sucre dormía, un cangrejo dejó atrás su viejo caparazón, chiquito y seco, y se arrastró hacia el cuerpo tembloroso que sudaba tras alguna pesadilla. El pequeño animal, ahora desnudo y desprotegido, entró por su oído y trató de hacer su nido allí. Así estuvo varias noches, trasladándose desde la oreja de su nuevo huésped, a los diferentes caracoles luego dejados por la incomodidad. Probó con varias cuevas pero se fue dando cuenta que su hogar y sitio seguro estaba en el calor del cuerpo. No hizo falta mucho tiempo para que Ramos Sucre notara los cambios. Tenía una nueva lucha contra sí mismo y contra la apasionante y a la vez odiada tarea de tratar de dormir. Tenía que esforzarse por vencer un insomnio potente e indestructible que lo había tomado por sorpresa. La noche que vio el caracol en el medio de su cuarto, supo que había encontrado un nuevo ocio que lo mantendría ocupado en la oscuridad. Lo agarró y observó por unos minutos. Lo detalló y lo olió. Tenía un olor extraño pero conocido, a abandono y olvido, olía a otro cuerpo, a otro ser insatisfecho con su estar. Lamió la concha, como si su lengua fuese el pegamento perfecto, y la colocó en el medio de una de sus paredes. Noche tras noche repitió el ritual. Colocaba los caracoles que aparecían en su alfombra unos al lado de los otros convirtiendo su pared blanca en una pared de seres idos, de seres con reclamos, con inseguridades, con miedos y de seres escapados. El cangrejo iba hasta la entrada que daba hacia la calle, años atrás cubierta por el mar, elegía una concha, se introducía en ella, sacaba sus cinco pares de patas, y así, saciaba sus ganas de ser su propio Dios por un rato. Pronto, el espacio limitado lo llevaba a sus raíces de ermitaño y lo hacía viajar al órgano auditivo de aquél hombre percibido como depresivo y angustiado a punto de perecer. Era fácil presa para dominar y transformar en objeto andante a su gusto. En la oreja se sentía cómodo y se posaba en su borde por las noches admirando el paisaje: libros por todas partes de latín, de historia, de literatura, etc, pedazos de poemas arrugados y lanzados por aquí y por allá, y en general, un gran desastre. Nada tenía un orden ni una razón de ser sino la pared en construcción. El cangrejo observaba la obra de arte hecha precisamente con los que habían sido su techo y sonreía al saber que tenía al hombre a su dominio. Pacientemente lo llevaba hacia la muerte. Poco a poco con un sufrir leve pero intenso. Ramos Sucre empezó como si fuese un títere, a armar un refugio, un sitio que lo curara, un lugar tan lleno de huídas, que fuese capaz de abrazarlo y no dejarlo ir nunca. Su única libertad fue esa y la escritura. Con una, liberaba sus demonios, y con la otra, armaba un lugar para acurrucarse. Los dos, cangrejo y humano,  buscaban al final lo mismo: escapar de la cárcel de la vida y cobijarse en otro cuerpo lleno de historias y vacío de seres.
Un día el cangrejo, aburrido, desapareció. Ramos Sucre, al ver su pared terminada, se metió en ella. Se acostó y acurrucó como pudo. Sentía el filo de las conchas como inyecciones de sueño necesarias. Allí, cerró los ojos y por fin pudo dormir. Despojado del otro e introducido en otros se sintió completo. El mar con sus mañas, con sus encantos lo completó. La concha hecha de caracoles se convirtió en su hogar y sitio seguro.



LA ÚLTIMA DILIGENCIA

Un domingo el mañana Estefanía se despertó con una gran resaca. Su cuerpo parecía no pertenecerle y lo sentía ajeno a su cabeza que se sentía atrapada en las voces de las personas cantando reggaetón (o más bien gritando como si fuese una competencia de ver quien se sabía mejor los “mi gata me dice arre, arre, arre” o los “la media vuelta, sacude duro”) que le hicieron perder el control la noche anterior. Hizo el ritual que sus amigas le habían indicado: tres vasos de agua y una aspirina antes de dormir, pero no había resultado aparente. Al tratar de sentarse en la cama, un mareo la sorprendió haciéndola expulsar lo único que tenía en la barriga, 7 u 8 shots de tequila y un pan con mantequilla que se había atragantado antes de lanzarse en la cama y perder el conocimiento. –Buena noche ¿no?-. Subió la mirada y vio a su hermana menor, Victoria, en la puerta del cuarto. –Tranquila, yo lo limpio, pero entonces ve tú a la panadería. Mami no está de humor hoy y necesita que vayas a comprar pan para el desayuno-. Estefanía no dijo nada. Tampoco podía. El ardor y los grumos que le quedaban en la garganta se lo impedían. Se restregó los ojos, se vio a sí misma y como notó que estaba vestida, un short y una franela, decidió bajar así. Pasó por la sala y su mirada se fue directamente a la foto de su padre. La mesa de madera estaba cubierta de retratos de la primera comunión, de las hermanas juntas, de la madre con el padre años atrás, pero ninguna pareció importar sino esa. Sólo esa. -10 años hoy papá, cómo te extraño- susurró. El sonido de una puerta cerrada hizo que brincara. Su madre no estaba para nadie ese día. Le sorprendía que siquiera quisiese desayunar. De todas formas se dirigió a la puerta, bajó las escaleras de su edificio y casi resbala a causa del piso mojado en planta baja. -Uy mi niña no te me vayas a caer mira que acabo de limpiar-, -perdón Maribel es que tengo que comprar unas cosas, ¿puedo pasar?-, -mejor que aguantes un rato- pero al verle la cara de preocupación, la conserje le dijo –dale, pero por el ladito-. Estefanía bordeó el área mojada y rió tras pasar el pasillo a salvo y sin dejar marcas. Su sonrisa cautivó a Maribel y ésta también rió. Una vez afuera miró a su alrededor. Siempre lo hacía pues no era muy seguro. La Urbina, sobre todo su calle, la número 14,  se había convertido en una zona de robos y secuestros a cualquier hora del día. Aprovechó que no venía nadie para sacar su blackberry que no había parado de sonar desde que había abierto los ojos. Eran puros mensajes de despedida. “Te extrañaré con locura amiga”, “Guárdame un vasquito para divertirme cuando te vaya a visitar”, “Disfruta en exceso y vive al extremo mi Tefi bella”, y así iban. Los fue revisando poco a poco y sólo levantaba la mirada para asegurarse que sus pasos seguían coordinados en la acera y no se habían desviado hacia la calle. Estefanía no se dio cuenta cuando un mazda color negro con 4 sujetos adentro (luego identificados como Jorge Luis Hermoso García, de 20 años de edad, Fernando Antonio Cañas Vásquez, de 28, y dos adolecentes de 16, y 17 detenidos por funcionario del CICPC) se detuvieron a su lado. Fue una agresión desmedida. Intentaron robarle el dispositivo móvil y como ella se resistió, la golpearon y lanzaron contra el asfalto. Estefanía, con un dolor que la recorría por todo el cuerpo intentó moverse, y los sujetos al notar el movimiento, la arrollaron con el carro y la dejaron allí. Mucho tiempo pasó antes de que alguien se diese cuenta de lo ocurrido. Una vecina asomada en su balcón logró llamar a los bomberos y la niña fue trasladada de inmediato al hospital Domingo Luciani. En la ambulancia, Estefanía tuvo fuerza tan sólo para pronunciar el número de su madre a los paramédicos, para luego, cerrar los ojos. El hospital fue una completa desgracia y un caos total: heridos caminando por los pasillos, médicos y enfermeras discutiendo, teléfonos sonando. Estefanía no pudo ser atendida porque no había tomógrafo por lo que fue trasladada a la clínica El Ávila donde fue intervenida quirúrgicamente. Tres días estuvo en coma y no recuperó la conciencia. De todas maneras si lo hacía, iba a padecer de daño cerebral pues la lesión había sido severa: fractura de cráneo por desprendimiento del temporal derecho y pérdida de masa encefálica”. La mañana del miércoles su cuerpo descansaba sin vida en la sala de cuidados intensivos. Los gritos en el pasillo de Ambar y su madre Vanessa desgarraban a cualquiera. –Te la llevaste desgraciado, eso era todo lo que tú querías- gritaba mirando hacia el techo. Los que conocían a la familia sabían que se dirigía a su esposo que había muerto 10 años antes manejando bicicleta en la cota mil. –Eres un maldito, me quitaste a mi chiquilina, te odio, ¡te odio!-. A su alrededor, todos –familiares y amigos- veían la escena de las dos mujeres sentadas en el piso abrazándose la una a la otra y llorando desesperadamente. No faltaban sino 2 días para que las Hernandez  se fuesen a vivir a Barcelona y se olvidaran de Caracas para siempre. El valor de la vida de su hija y hermana se perdió y fue comparada a la de un celular. La inseguridad las alcanzó y las abrazó. El dolor fue irresistible y el miedo, asfixiante. 



Cómplices de un amor eterno

Sonia Laboa una mañana, sin levantarse de la cama, dirigió su mano izquierda a lo que había dejado convertirse en una selva oscura, poblada y tupida. Sin meditarlo, comenzó a satisfacerse a sí misma pero terminó por aburrirse y sus movimientos se detuvieron. Miró el techo, cerró los ojos y de inmediato las imágenes de sus ex la recorrieron. Apareció Marta siendo devorada por una serpiente que inyectaba su veneno en los lugares menos comunes. Sara, estrangulada por las piernas temblorosas de aquellos tornados de placer. Audra, volteando su mundo, cambiando las reglas. Ana llenándola de vicios y vaciándola de purezas. Tania envolviéndola con sus gemidos convertidos en gritos. Andreína tragándose sus arañazos. De pronto la imagen de Bianca Torres, una de sus estudiantes, le vino a la mente. Abrió los ojos, agarró la barra de chocolate de su mesa de noche, y los cerró de nuevo. El dulce paseó por sus formas colgantes: sus senos, su barriga con un gigantesco hueco intentando ser ombligo, sus piernas cubiertas de celulitis y su vagina mojada. La recordó mordiéndose los labios, jugando con su pelo, y de repente, un orgasmo la invadió.

Le costó pararse de la cama pero lo hizo pues ya iba tarde a clases. Se puso su vestido de puntos negros y agregó accesorios extravagantes, pues estaba decidida a conquistar a la causante de sus espasmos. Necesitaba algo nuevo, algo fresco.

La cabina de vigilancia de la universidad algo destrozada, llena de recortes de periódico, encerraba a Franklin Stein. Allí fumaba y veía el trasero a las muchachas que pasaban mientras recordaba el chalequeo que recibía en el colegio a causa de sus modales extraños inculcados por su padre estricto y severo. Su madre, protectora, pasó a ser su única mujer. Esto, hasta que lo tropezó Bianca Torres y lo sacó de sus recuerdos. Se disculpó con su dulce voz y siguió su camino dejándole una sonrisa perfecta y esperanzadora. Franklin quedó hipnotizado y ésta vez no le vio las curvas ni las piernas, que si continúas subiendo la mirada, acabas en la gloria -literalmente-, sino que vio su cabello ondulado bailando con el viento y la forma en que sus pies acariciaban el piso. Lo había tentado. Lo había sacudido y hecho vibrar.

Decidió seguirle los pasos dejando un espacio cómplice entre ellos para que nadie sospechara. En su camino, creó un mundo donde él la protegía y la mantenía pura dentro de él. Los dos solos en sus entrañas, debajo de la piel, en un nuevo ser.

Sonia no dejó de notar la ausencia de vigilante a su entrada a la universidad y no se detuvo,  sino que siguió presurosa hacia aquellas escaleras solitarias que eran parte segura del itinerario regular de su presa. Como era de esperar, Bianca apareció, más bella que nunca, y se detuvo a hablar con su profesora. Franklin esperó en la parte inferior al escuchar las voces.

-Te estaba esperando-
-¿Pasó algo?-
-No- dice pasándole la mano por el pelo –es que quiero besarte en esos labios que hablan y en los que no- la besó de manera brusca y salvaje.

Sonia intentó callar los gritos de Bianca cubriéndole la boca y la nariz con sus manos. Tuvo que hacer un esfuerzo bastante grande para acostarla en los escalones y hacer que se calmara, esquivando las patadas que lanzaba la niña. Sonia se asomó a ver si había alguien alrededor y al ver que Franklin, 3 pisos más abajo, empezaba a subir sospechando que algo malo estaba ocurriendo, apretó con más fuerza las salidas de aire de la muchacha y le pidió que se callara. Cerró los ojos unos segundos y sintió cómo se aflojaba el cuerpo que tenía debajo de ella. Los abrió lentamente, retiró sus manos y descubrió la mueca fatal de su estudiante. Tras el cuerpo sin vida, Laboa huyó sin mirar atrás mientras gritaba en su interior <<la cárcel hará que este amor se consume para siempre>>.
Franklin quedó horrorizado frente al cuerpo de su reciente amor. La vio y sonrió. Gracias a alguien, la tenía en sus manos. Acercó su cara y le besó la mueca. Con un poco de fuerza logró meter la lengua en su boca y ésta se desorbitó un poco en la oscuridad. Jugó con sus labios fríos, mordió su lengua tiesa y al cabo de un rato, un líquido caliente se desbordó por sus pantalones. Le cerró los ojos inmóviles en un instante de espanto, y volvió a sonreír. Era suya. Por siempre.