Friday, July 19, 2013

Gustavo, Gustavo, Gustavo


No sé qué pasaba con Gustavo. No podía resistirme. Creo que fue porque un leve roce causó un chispazo y no pudimos apagar ese fuego. Terminamos haciendo desastres y ensuciando sábanas en un hotel. No pudimos evitarlo y las ganas ganaron la batalla. Tuvimos varios encuentros sexuales y así fue como ablandamos el terreno y fuimos descubriéndonos. Cada cicatriz, cada vello, cada marca, cada estría, cada moretón nos unía de forma extraña.

Ser desconocidos nos excitaba. Llenarnos momentáneamente. Sólo conocíamos nuestros cuerpos, nuestros gemidos y fluidos. No pasábamos de eso. No queríamos ir más allá. Queríamos, pero lo negábamos. No podíamos dejarnos ir. No podíamos abandonarnos en esas pasiones que no tenían ni pies ni cabezas. Éramos dos extraños jugando en el laberinto del amor. Perdiéndonos, buscándonos, tropezándonos, adelantándonos… Un peligro emocionante. La velocidad y la rapidez con que llevábamos todo era por miedo a que si no nos entregábamos por completo, todo acabaría y terminaríamos más solos que nunca.

La rapidez nos emocionó y nos sorprendió. Cuando estaba en medio de mis pasiones y locuras, él me correspondía y así, le subíamos el tono. Siempre queríamos más. No lográbamos saciarnos. Había unas ganas de aumentar el deseo. Un deseo de subir la velocidad. Una velocidad que quemaba y excitaba. Un ardor que dolía hasta satisfacer.

Gustavo no era mi amor. No era mi amor desenterrado, ni mi amor buscado y necesitado. No era un amor absurdo y loco. Era un “algo” irracional que se desesperaba y mordía y que incoherentemente adoraba y maltrataba a la misma vez. Algo descabellado sin lógica y sin por qués. Era un algo de tardes de delirio, lujuria y erotismo. De mañanas de arrepentimiento, remordimiento y penas. Gustavo era mi contradicción, mi disparate, mi “no sé” en la vida. Era mi duda. Era mi reto.


No sé cómo llegamos a ese punto. Creo que hubo un momento en el que dejó de importarme las reglas idiotas que dicen regir al Amor. Decidí de un segundo al otro que quería y necesitaba un descontrol, algo que me sacudiera y que me destrozara para así, tener un motivo para tomar las riendas de mi vida y comenzar desde cero.

Me encantaba que los dos tratáramos a pesar del vacío y que intentáramos aunque fuese inútil. Que jugáramos a irnos, a escaparnos, a desaparecer y que no sucediera nada porque estábamos resignados, desconcertados y ninguno se amoldaba ni accedía. Me fascinaba que buscáramos con tanto afán entre escombros algo que ni siquiera queríamos entender. Me volvía loca ese cariño que sobrevivía el silencio y moría con las miradas. Me hechizaba ese “algo” fuerte que se quebraba derritiéndose y volviéndose nada.

Éramos extranjeros del otro y sin embargo estábamos hambrientos por ser. Ser uno sólo. Nos refugiábamos entre sabanas para explorarnos y meternos en los agujeros y poros más pequeños e increíbles. Nos encerrábamos en cuartos para introducir manos, uñas, pelos y saliva –cualquier cosa que pareciese durar- para ir dejando huellas y marcas incrustadas en el otro. Cuando la piel se juntaba, los gemidos se reconocían, la penetración ahogaba las dudas, y los fluidos interminables chillaban ¡quédate!

Nos necesitábamos y lo exclamábamos con mordiscos. Tras incesantes rasguños, susurrábamos que no queríamos dejarnos. Éramos rebeldes que no nos cansábamos de los mismos besos y caricias. Sabíamos reconocernos con los ojos cerrados experimentando con nuestros otros sentidos. Jugábamos a extasiarnos hasta más no poder. Nos buscábamos sin parar. Siempre buscando más. Todo lo depositábamos en un barril sin fondo, un tonel que pedía más. Más y más.

Un día algo pasó. Las miradas comenzaron a fallar. Los gestos empezaron a decaer. Los besos ya no tenían sabor. Las manos se aburrieron. Las lenguas se secaron. Al final, estando juntos, terminamos más solos que nunca y aprendimos que el deseo jamás puede llamarse amor y la pasión no se puede confundir. Nos equivocamos al pensar que amor, deseo y pasión eran parte de lo mismo y que entre ellos se complementaban. El apetito y el ardor que me hacía sentir Gustavo jamás debió enredarse con la idea del cariño y el apego.

No comments:

Post a Comment